La familia campesina vivía feliz en el campo (Salazar, 1992); pero entre 1810 a 1817 acontecieron las guerras de independencia nacional; entre 1818 a 1832 ocurrieron las guerrillas de mapuches, realistas, y campesinos rebeldes en contra del sistema que se instauraba; y entre 1836 a 1839 se desarrolló la guerra contra la confederación Perú-Boliviana.
Así durante 30 años se generó una catástrofe en el campo chileno que desarmó a la estructura familiar/productiva, pues los hombres, obligados o por voluntad propia, fueron reclutados para las batallas. Muchos murieron, y otros también numerosos se hicieron cuatreros o huyeron a los cerros, pues cuando regresaron a sus casas encontraron sus campos desolados por el paso de los ejércitos o por la falta de mano de obra, cuando trató de salir adelante se encontró desolado y arruinado por un mar de deudas cobradas por mercaderes, hacendados, molineros, diezmeros, jueces, y alguaciles. La Iglesia también se hizo parte en el colapso financiero de la familia campesina, pues aumentó el diezmo eclesiástico para sobrellevar la carestía desatada por la falta de alimentos. (Salazar, 1992).
La Mujer quedó sola con sus hijos, entonces tomó las pertenencias que podía cargar, y junto a sus niñas, niños, jóvenes, y algunos adultos y adultas mayores, caminó hasta la ciudad en búsqueda de mejores oportunidades. Eran miles de mujERES; y la sociedad, irrespetuosa e indolentemente las llamó «las abandonadas» (Salazar, 1992).
Ya en la ciudad, tantas eran, y tantas recurrieron a los tinterillos para generar peticiones de sitios, que la caridad y el Estado se ablandó, y muchas obtuvieron un terreno (Salazar, 1992). Así, las que lamentosa y despectivamente fueron llamadas abandonadas, mostraron su fuerza vital, revelándose como mujERES fuertes, independientes, y desinhibidas para los parámetros sociales de la época, pues había que alimentar a la familia.
Estas mujERES comenzaron a ofrecer los mismos servicios que cuando eran campesinas: tejidos de canastos, frazadas u otros artículos para el hogar, y vestimentas; pero como comenzó la importación de locuyos, franelas, y sedas, se dedicaron a su otro rubro: alimento, bebida, y alojamiento para viajeros. (Salazar, 1992).
Entonces en paseos públicos o en sus casas levantaron fritanguerías que surtían con productos de su huerta. Cualquier fiesta oficial o religiosa era una oportunidad. También «contra pedido y admiración» (Salazar, 1992), tomaron la guitarra y comenzaron a cantar y a bailar, mostrando a veces, por casualidad o no, hasta la rodilla. Todo un escándalo. Había nacido la Chingana.
Debido a la combinación, a veces excesiva, de comida, baile, canto, y la interacción directa entre hombres y mujeres que preferentemente eran del estrato popular, la elite comenzó a considerar a las Chinganas como un lugar indeseable, libidinoso, que corrompía al pueblo; ello, a pesar de que prestigiosos varones de clases medias y acomodadas también las visitaban. Entonces, desde el Estado, tanto a nivel central como local, se aprobaron diversas leyes para eliminarlas. Diego Portales, fue el primero en impulsar la clausura y erradicación de las Chinganas hacia afuera de las ciudades, a pesar de que el mismo era un cliente frecuente. Pero como las Chinganas se arraigaron como una costumbre popular, ante la imposibilidad de controlarlas y de erradicarlas, en 1872 Benjamín Vicuña Mackenna impulsó la «Fonda Popular» para aglutinarlas en un solo lugar. Aún así, las Chinganas siguieron apareciendo y funcionando en la periferia de las ciudades.
Este micro DocuDanzaTeatro lo realizamos para reivindicar a la Chinganera como Mujer trabajadora, pues desempeñándose ya sea como anfitriona, mesera, cocinera, cantora, bailarina, o prostituta (que es lo que dejaba entrever la legislación que las erradicaba); la Chinganera es una Mujer trabajadora, jefa de hogar, que está sacando adelante a toda su familia, utilizando los recursos que sean necesarios.
Así, el micro documental aborda las bambalinas, lo que está detrás de la escena festiva que acostumbran a mostrarnos de la Chingana.